PARÍS (Proceso).- “Tengo pesadillas. Por la noche me atormentan las imágenes de la tragedia y no puedo dormir. Ver cómo mueren una tras otra 63 personas no se olvida fácilmente”, confía Abu Kurke.
El joven etíope de 25 años se esfuerza por expresarse en inglés pero involuntariamente vuelve con frecuencia al oromo, su idioma nativo.
Delgado, de rasgos finos y mirada insondable, Kurke es uno de los nueve sobrevivientes de la “lancha-ataúd” que salió de Libia el 26 de marzo de 2011 con 72 personas a bordo para tratar de alcanzar la isla italiana de Lampedusa. La balsa inflable estuvo dos semanas a la deriva en el Mediterráneo y acabó varada de regreso en la costa libia el 10 de abril.
Durante su periplo la embarcación se cruzó con dos pesqueros y un buque militar. Los migrantes desesperados pidieron auxilio a los pescadores y a los marinos. En vano. Tampoco los socorrió un helicóptero militar que tuvo contacto directo con ellos.
El servicio de guardacostas de Italia emitió llamadas de socorro a la OTAN y a las naves militares y comerciales presentes en el Mediterráneo, indicando la localización de la balsa. Estas llamadas se repitieron cada cuatro horas durante 10 días. No tuvieron el mínimo eco.
A mediados de marzo de 2011 el operativo Unified Protector desplegado por la OTAN en la costa libia convirtió el Mediterráneo en el espacio marítimo más vigilado del mundo. Aviones de guerra, aeronaves de patrulla y helicópteros vigilaban el espacio aéreo y el mar era recorrido por decenas de naves de combate y varios portaaviones, entre ellos el Charles de Gaulle (nave insignia de la marina francesa) dotado de sofisticados sistemas de vigilancia y comunicación.
Kurke sabe que la tragedia que sufrió y que le costó la vida a sus compañeros es sólo una entre miles. Pero está consciente de que el hecho excepcional de haber sobrevivido lo convierte en un testigo de mucha importancia. El joven etíope asume esa responsabilidad: Tiene el valor de denunciar públicamente la atrocidad de estas vidas perdidas ante la indiferencia general y de exigir justicia.
El pasado 18 de junio, junto con tres compañeros de infortunio también etíopes –Elias Mohamad Kadi, Mohamad Ibrahim y Kebede Asfaw Dadhi– y 15 organizaciones no gubernamentales de Francia, Italia, Bélgica, España, Gran Bretaña, Canadá y Estados Unidos –reunidas con el nombre de Nuestra Coalición y coordinadas por la Federación Internacional de Derechos Humanos (FIDH)–, Kurke presentó una demanda “contra gente desconocida” ante el Tribunal de Primera Instancia de París por “no asistencia a persona en peligro”.
Ese mismo día sus abogados españoles, también miembros de Nuestra Coalición, presentaron una denuncia similar ante la Audiencia Nacional en Madrid.
Una tercera demanda por el mismo motivo acaba de ser interpuesta en Italia y una cuarta pronto lo será en Bélgica. En Gran Bretaña, Canadá y Estados Unidos, donde no se pueden llevar ese tipo de querellas judiciales, las ONG exigen de sus gobiernos que investiguen por qué sus fuerzas militares desplegadas en el Mediterráneo en los días de la tragedia no rescataron a los migrantes, pese a haber sido debidamente avisadas de su desesperada situación.
Una acción conjunta internacional de tal envergadura es excepcional.
Según explica Patrick Baudouin, presidente de la FIDH, el caso de Kurke y de los sobrevivientes de la lancha-ataúd tiene una importancia capital por sí mismo y porque permite enfrentar pública y judicialmente a los Estados occidentales con sus ineludibles obligaciones humanitarias.
“Escasos son los testimonios de las víctimas de los naufragios que ocurren a menudo en el Mediterráneo”, dice Baudouin. “El de Kurke y sus compañeros nos permitió llevar una investigación exhaustiva sobre lo que pasó entre el 26 de abril y el 10 de marzo de 2011. Llegamos a la conclusión de que se hubiera podido salvar la vida de los 63 pasajeros de la lancha. Ese crimen no debe quedar impune. Los responsables deben ser identificados y juzgados. Tal es el objetivo de nuestras demandas en Francia y otros países europeos”.
La odisea de Kurke empezó en su provincia natal de Oromia, que se extiende del centro al oeste y del centro al sur de Etiopía. Acababa de salir de la adolescencia cuando incursionó en la militancia política. Detenido en 2006 pasó seis meses en la cárcel; huyó de su país en 2007 y se refugió en Sudán, donde vivió dos años. A finales de 2009 se lanzó a la peligrosa travesía del desierto para alcanzar Libia, donde la guerra civil lo sorprendió a principios de 2011.
Más de 750 mil extranjeros vivían en Libia cuando empezó a tambalearse el régimen de Muamar Gadafi. Los occidentales fueron rapatriados por sus gobiernos mientras los africanos tuvieron que atenerse a sus propios medios para regresar a sus países. Los que habían escapado de su patria por razones políticas intentaron llegar a Túnez por tierra o a Europa, por mar. Kurke optó por la segunda vía.
Según cuenta, pasó varios días a orillas del mar, cerca de Trípoli, intentando abordar una lancha. Los coyotes pedían sumas exorbitantes mientras los soldados libios trataban de impedir que la gente huyera.
Pero súbitamente los militares cambiaron de actitud y obligaron a los africanos a abordar embarcaciones precarias. Obedecían órdenes de Gadafi, quien amenazaba a los paises europeos con una ‘invasión de migrantes” en caso de que intervinieran en Libia.
Así, la noche del 26 de marzo Kurke abordó una balsa inflable Zodiac de escasos siete metros de eslora junto con otras 71 personas Los adultos, de entre 20 y 25 años, eran oriundos de Etiopía, Nigeria, Eritrea, Ghana y Sudán.
Con el afán de llenar al máximo la balsa, los coyotes impidieron que los pasajeros llevaran agua y comida. “Nombraron” capitán a un pasajero de Ghana a quien le dieron un teléfono satelital y una brújula.
“Empezamos a navegar y no tardé en entender que había demasiada gente en la lancha. Sentí que corríamos peligro. Me quise echar al mar para regresar a la costa nadando, pero los demás pasajeros me dijeron que los soldados libios me iban a matar. Me quedé”, narra Kurke.
La travesía hacia Lampedusa debía durar 18 horas. El mar estaba agitado pero la balsa avanzaba. Pasaron más de 18 horas sin que se vislumbrara costa alguna. Un avión de patrulla voló sobre la embarcación. Meses después de los hechos se supo que era francés, que su tripulación tomó fotos de la balsa y señaló su presencia a los guardacostas italianos.
Al paso de las horas el mar se encrespó y a la balsa se le empezó a terminar el combustible. Empezó a cundir el pánico. El “capitán” llamó al sacerdote Mussie Zeria, eritreo radicado en Roma quien encabeza la organización Habeshia, conocida por su apoyo a los migrantes perdidos en el Mediterráneo.
El religioso alertó al Centro Romano de Coordinación de Rescate Marítimo el 27 de marzo a las 18:28 horas. Los guardacostas italianos lograron determinar la posición de la balsa pero no pudieron comunicarse con los migrantes porque el teléfono satelital se quedó sin batería.
El “capitán” paró el motor para ahorrar gasolina y la balsa empezó a derivar. Varias horas después de la llamada a Zerai apareció un helicóptero militar con dos personas a bordo.
“Les hicimos señas. Les enseñamos a los bebés. Les dimos a entender que nuestra situación era grave. Tomaron fotos… y se fueron. Al rato volvió. Con una cuerda nos bajaron galletas y botellas de agua. También nos hicieron señas. Entendimos que nos pedían no cambiar de posición, porque iban a volver. Y otra vez el helicóptero se fue”, recuerda Kurke.
Los balseros se alegraron. Creyeron que se acercaba su rescate. El “capitán” tiró la brújula y el teléfono al mar por temor a ser acusado de tráfico de migrantes.
“Empezamos a rezar y a esperar”, dice escuetamente Kurke.
Después de varias horas se desató una violenta pelea entre el capitán y los pasajeros. El primero quería seguir esperando, pero los migrantes, que ya habían perdido toda esperanza de rescate, querían volver a Libia. Ganaron los segundos. La balsa retomó su ruta. Kurke asegura que en ese momento el viaje se convirtió en pesadilla.
Se desató una tempestad. Las olas sacudían la balsa y la llenaban de agua. Los vientos arrojaron al mar a varios pasajeros, que se ahogaron. Otros fueron muriendo de inanición o deshidratación. Algunos alucinaban. Finalmente la balsa se quedó sin combustible y los ataques de pánico se multiplicaron.
Durante una breve calma la lancha se cruzó con dos barcos pesqueros, uno italiano y otro tunecino. El primero se alejó a toda velocidad, pese a las súplicas de los migrantes. Los pescadores tunecinos se limitaron a decirles que la balsa navegaba en dirección opuesta a Lampedusa y huyeron cuando el “capitán” de la balsa les pidió gasolina.
Después empezó el auténtico horror.
“Cada día morían más personas. Me di cuenta de que la gente que tomaba agua de mar moría más rápido que quienes aguantaban la sed. Guardé una de las botellas que nos había lanzado el helicóptero. La llené con mi orina, que bebía cuando se me secaba demasiado la boca. Para comer sólo tenía pasta de dientes”, confía Kurke.
Agrega: “Al principio nos quedamos con los cadáveres a bordo de la balsa porque nadie se atrevía a tirarlos al mar. Cuando nos cruzamos con los barcos pesqueros les enseñamos los cuerpos para que entendieran. Después de una semana el olor se tornó insoportable y empezamos a tirar a los muertos por la borda. A veces las olas se metían a la balsa y se los llevaban”.
Ya tenían unos 10 días a la deriva cuando se cruzaron con un portaaviones cuya nacionalidad no pudieron identificar. La balsa se acercó y los migrantes vieron cómo hombres vestidos de civil y otros uniformados los observaban con binoculares y les tomaban fotos con sus celulares.
Les enseñaron los cadáveres de los bebés, los cuerpos de las mujeres enfermas, los tanques de gasolina vacíos, las botellas de agua vacías. En vano. Unos migrantes se echaron al mar para jalar la balsa y acercarla al portaaviones. En balde. La nave se alejó sin ayudarlos.
La lancha dejada a la merced de las corrientes y de los vientos siguió derivando. El 10 de abril, con sólo 11 personas a bordo acabó varada cerca de Zitla, ciudad costera libia 60 kilómetros al oeste de Misrata. Una mujer murió al pisar tierra firme; los demás quedaron inconscientes.
Las autoridades libias los encontraron y los encarcelaron. No les dieron atención médica. Un migrante falleció en la cárcel. Los nueve sobrevivientes –dos mujeres y siete hombres– traumados, heridos y hambrientos fueron trasladados de prisión en prisión. Gracias a “una ayuda exterior”, no se precisa de quién, lograron “negociar” su liberación y fueron atendidos por la iglesia católica de Trípoli. Algunos llegaron a Túnez, donde siguen viviendo en campos de refugiados.
Kurke no tuvo esa suerte. Otra vez los soldados libios lo obligaron a subirse a una lancha que salía para Lampedusa.
Confiesa: “Encontrarme de nuevo en esa situación después de todo lo vivido fue como haber sido condenado a muerte. Me escondí en el fondo del bote. No quería ver el mar. Estaba seguro de que iba a morir”.
Pero esta vez el joven etíope llegó sano y salvo a Italia. No le fue fácil alcanzar Holanda, donde pudo al fin reunirse con su esposa. Ambos fueron acogidos en un centro de refugiados de la cuidad de Baexem. Pidieron asilo en los Países Bajos y Kurke empezó una terapia. Pero sus sueños de vida estable se derrumbaron el 29 de marzo de 2012, cuando él y su esposa fueron detenidos por la policía migratoria holandesa. La pareja fue trasladada a un centro de retención y amenazada de expulsión; aún eran indocumentados.
Marq Wijngaarden, su abogado holandés, apeló ante la Corte Suprema, se movilizaron organizaciones de defensa de los derechos humanos, estalló el escándalo y finalmente las autoridades holandesas regularizaron la situación migratoria de Kurke y su esposa.
El mismo 29 de marzo de 2012, cuando la pareja era detenida en Baexem, la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa presentó un informe detallado del caso de la lancha-ataúd en la que murieron los 63 compañeros de Kurke y pidió que los Estados miembros de la Unión Europea dieran pruebas de humanidad para con los sobrevivientes de esa tragedia otorgándoles asilo.
Firmado por Tineke Strick, diputada socialista holandesa, el informe de 26 páginas Vidas perdidas en el Mar Mediterráneo: ¿Quién es responsable? es el resultado de una investigación de 11 meses. Sus conclusiones son demoledoras.
Enfatiza Tineke Strik: “Ese drama pone en evidencia una serie de disfunciones: las autoridades libias no asumieron la responsabilidad de su zona SAR (búsqueda y rescate, por sus siglas en inglés); los centros de coordinación de salvamento marítimo italiano y maltés no asumieron la responsabilidad de lanzar una operación de búsqueda y rescate, y la OTAN no reaccionó al recibir las llamadas de socorro pese a que buques militares bajo su mando estaban cerca de la lancha cuando se emitieron esas llamadas”.
Y precisa: “El navío de guerra español Méndez Núñez estaba aparentemente a una distancia de 11 millas de la balsa, pero Madrid niega el hecho. Los países cuyos buques enarbolaban su bandera en los alrededores del bote faltaron también a la obligación de salvar a estas personas. Lo mismo que dos barcos pesqueros que rehusaron responder a sus pedidos de auxilio”.
Strik denuncia además graves “lagunas jurídicas marítimas” que sirvieron de “pretexto” para no socorrer a los migrantes; fustiga a los Estados europeos por ejercer represalias judiciales contra los barcos comerciales que rescatan a migrantes, acusando a sus tripulaciones de tráfico de seres humanos; también culpa a la OTAN y a los Estados implicados militarmente en Libia por no haber anticipado el éxodo de refugiados que desencadenó su intervención.
La Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa no suelta el caso. Su prioridad es identificar el helicóptero y el portaaviones que se negaron a salvar a los pasajeros de la lancha- ataúd. Strik exigió datos precisos al respecto a la OTAN y a los Estados implicados en el operativo Unified Protector. Hasta ahora se ha topado con un muro de silencio y mala fe.
Lo mismo pasó con Stéphane Maugendre, abogado francés de los cuatro sobrevivientes etíopes, quien hace un año –en abril de 2012– interpuso una primera demanda por no asistencia a persona en peligro ante el procurador de la República del Tribunal Superior de París.
“El procurador transmitió nuestra denuncia al Ministerio de Defensa de Francia. La respuesta de los militares fue tajante: no encontraron motivo alguno para ser incriminados.
“Según ellos, las fuerzas aéreas y navales francesas que operaban en el Mediterráneo no incursionaron bajo el paralelo 35, donde derivó la balsa. Afirmaron, además, no sentirse responsables ya que a partir del 31 de marzo de 2011 estuvieron bajo el mando de la OTAN y del operativo Unified Protector. La Fiscalía se dio por satisfecha con esa respuesta y archivó nuestra demanda”, confía Maugendre a la corresponsal. Se nota indignado.
“La amplia investigación que Nuestra Coalición hizo en los últimos meses demuestra la mala fe del Ministerio de Defensa francés. Juntamos elementos de prueba contundentes que nos permiten presentar ahora una nueva denuncia, pero esta vez como coadyuvantes civiles, lo que obliga a la apertura de una instrucción judicial. Hubo clara violación de la obligación de prestar socorro a los pasajeros de esa lancha. Ese crimen no puede quedar impune.”
Gonzalo Boye, abogado español de Kurke y de los otros tres etíopes, va más lejos. Habla de “crimen de guerra”.
Dice a la corresponsal: “La Convención de Ginebra y el propio Código Penal español establecen como delito el hecho de no prestar socorro o no dar el trato debido a personas que tienen que ser especialmente protegidas en caso de conflicto armado. Los militares españoles se fueron a Libia en misión de paz en un conflicto armado. Tenían que respetar los principios que rigen en caso de guerra. Al no hacerlo perpetraron un crimen de guerra; es lo que estipulan los protocolos adicionales de la Convención de Ginebra. Hasta donde sabemos el buque Méndez Núñez, que navegaba muy cerca de la desafortunada lancha, no auxilió a sus pasajeros”.
El pasado 18 de junio Boye presentó ante la Audiencia Nacional la demanda por no asistencia a persona en peligro, contra el capitán del Méndez Núñez y contra quien resulte responsable.
“Por increíble que parezca, hasta la fecha no hemos logrado conocer la identidad del capitán”, recalca.
Insiste en la importancia de la iniciativa internacional lanzada por Nuestra Coalición: “Vamos a sentar un precedente judicial capital para la protección de los migrantes. Y eso vale para todos los migrantes que siempre son los más vulnerables y los más golpeados. Pienso entre muchos otros en los africanos que se arriesgan a cruzar el Mediterráneo, pero también en los centroamericanos que corren tantos riesgos al pasar por México. Los poderes públicos europeos y mexicanos, para citar sólo estos, tienen la obligación legal y moral de protegerlos. Si no lo hacen, nos toca recordarles sus deberes.”
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