, Miguel Mora París 16/02/2013
François Hollande prometió durante la campaña electoral que su política de inmigración sería distinta de la practicada por Nicolas Sarkozy. “No habrá expulsiones en masa sino caso por caso”, aseguró el candidato socialista, y ninguna minoría será estigmatizada ni utilizada como chivo expiatorio”. Nueve meses después de llegar al poder, la promesa se ha deshecho como un azucarillo. El ministro del Interior, el barcelonés Manuel Valls, ha superado el récord de expulsiones establecido por su antecesor, el ultraconservador Claude Guéant. 36.822 extranjeros fueron devueltos a sus países en 2012, contra 33.000 en 2011 (un 11% más) y 28.000 en 2010, según datos oficiales. Un tercio de ellos eran ciudadanos europeos: gitanos rumanos y búlgaros.
En las últimas semanas se han producido varios episodios de discriminación de la comunidad romaní que sugieren que, como señalan las asociaciones de derechos humanos, la política de Hollande y Valls es idéntica a la de Sarkozy y Guéant. En Marsella se ha expulsado ilegalmente a mujeres embarazadas y a niños. En el distrito XV de París se ha negado la escolarización a niños gitanos. En la región de la Val-d’Oise se les ha negado el acceso al comedor escolar.
Stéphane Maugendre, líder del Grupo de Información y apoyo a los Inmigrantes (GISTI), ha denunciado “la brutalidad y el maltrato” de las autoridades hacia los gitanos, y ha enfatizado que esa persecución “está sirviendo como moneda de cambio en un contexto económico y social cada vez más crítico”.
El caso más inquietante de discriminación ocurre, está ocurriendo todavía, en Ris-Orangis, una ciudad dormitorio situada a 23 kilómetros del centro de París, al sur del aeropuerto de Orly y muy cerca de Evry, el municipio donde Manuel Valls forjó su leyenda de político-gendarme.
El alcalde de Ris-Orangis, un lugar desolador urbanizado en los años sesenta donde apenas se ven personas de raza blanca, es Stéphane Raffalli, un político socialista de la provincia de Essone, feudo electoral de Valls y del PS. Raffalli declaró la guerra a los campamentos ilegales de gitanos, y puso la vista en un bidonville levantado por varias familias rumanas el pasado mes de agosto sobre un terreno baldío situado bajo la carretera Nacional 7.
Su intención de derribar las chabolas chocó con la opinión del dueño del terreno, el Consejo General (diputación), que se opuso al desalojo. Pero el alcalde no se arredró, y en septiembre se negó a escolarizar en el instituto del pueblo a trece niños del campo. “Es un caso evidente de apartheid”, afirma Sébastien Thiéry, fundador de la asociación Perou, que ha levantado en el campamento una “embajada”, una gran cabaña de madera de pino que hace las veces de Iglesia y de aula de dibujo.
Raffalli alega que las clases están llenas, que los expedientes de los niños están incompletos y que no tiene medios para gestionar “tanta pobreza”, y de momento solo ha aceptado colocar a los alumnos gitanos, que tienen entre 4 y 12 años, en un aula especial, un anejo del gimnasio. Parece mejor que la solución ideada en la periferia de Lyon, en Saint-Fons, donde los niños romaníes están escolarizados desde noviembre en una comisaría. Las ONG han definido este nuevo concepto con la expresión “clases étnicas”, y tanto el ministerio de Educación como el Defensor del Pueblo, Dominique Baudis, siguen exigiendo la inscripción de los niños. Hace una semana, Baudis dio diez días de plazo a Raffalli para cumplir la ley. Pero según apunta Anne, una joven voluntaria del campo, “los alcaldes saben que si los niños están escolarizados es mucho más difícil expulsar a sus familias”.
En el campamento, el viernes fue día de fiesta mayor. La estrella del flamenco Israel Galván, el revolucionario bailaor sevillano, acudió al campamento para bailar y conocer de primera mano la situación de los gitanos. Galván actúa estos días en el Teatro de la Villa de París con su espectáculo Lo Real, una visión sobre la persecución nazi y el Holocausto gitano —Porraimos, en caló—, en el que murieron más de 600.000 romaníes y sintis.
Junto al bailaor, de madre gitana, estaban Pedro G. Romero, director artístico de Lo Real; los palmeros Bobote y Caracafé —residentes en el gueto gitano sevillano de Las 3.000 Viviendas—, y la trianera Carmen Lérida, Uchi, bailaora de vieja estirpe flamenca.
En el campo hay unas 30 chabolas, cada una más precaria que las otras. La tierra es negra y húmeda, y no hay agua corriente ni luz. Aquí viven 130 adultos y 40 menores de edad. Muchos de los niños han nacido en Francia porque la mayoría de familias llegaron hace diez años, explica Dragomir, un joven padre de tres hijos. Cuenta que él vino a París en 2004, que ha sido desalojado “16 veces”, que todos los habitantes del campo son del mismo pueblo —Bius—, y que el 80% son romaníes.
Los anfitriones han colocado una tarima de madera cubierta con una lona de plástico azul para que Galván pueda mostrar su arte, y en la puerta de entrada han pintado una frase del bailaor: “Las fuerzas que un día no tendré las estoy gastando ahora”. Galván y el Teatro de la Villa han invitado a 12 habitantes del campamento a ver Lo Real en directo, y según cuenta Dragomir, la decana, Ivette, de 80 años, lloró viendo el espectáculo, y al leer la frase de Galván en el programa de mano, exclamó: “¡Esa soy yo!”.
Zapatillas de deporte, pantalón naranja y plumífero, Galván baila por bulerías y tonás (uno de los palos más antiguos del flamenco), y al acabar está sobrecogido y feliz: “He visto muchas caras como la de mi abuela”, decía. “Y es impresionante que las fotos de los años cuarenta que usamos para preparar el espectáculo se parezcan a esto. Ahora tiene más sentido la obra. Lo Real es una mirada personal, no política, sobre el genocidio gitano, sobre la muerte. La idea es que, pese a las dificultades, a los gitanos nos salva la alegría, la energía, las ganas de vivir. Ver la alegría de esta gente me hace pensar que hemos acertado, llena de sentido la obra, es como cerrar un círculo. El mejor regalo sería que la función sirva para ayudarles. La acogida de París y de esta gente justifica el trabajo hecho”.
Emilio Caracafé y Bobote, que viven en el gueto levantado en los años sesenta por la dictadura de Francisco Franco para alejar a los calós del centro de la ciudad, no dan crédito a lo que oyen. “Es un crimen que eduquen aparte a los niños. Es como decirles ‘sois distintos y siempre lo seréis’. Igual que decir que todos los payos son ladrones porque roba Urdangarín”, se indignaba Caracafé.
“Lo que está haciendo la alcaldía es ilegal”, les explica el activista Sébastien Thiéry, “y ya pasaba cuando gobernaba Sarkozy. Lo hacen muchos alcaldes de izquierdas y derechas. No es una cuestión de partidos, es la sociedad francesa la que está enferma y obsesionada con los gitanos”.
El problema parece cada vez más real. El viernes, un artículo de la prensa local arrancaba con la siguiente frase de un vecino de Ris-Orangis: “Ha llegado el momento de coger los fusiles de caza”. Pero no todos los franceses tienen esa fijación. Ese mismo día una veintena de voluntarios de todas las edades ayudaba a organizar la fiesta de Galván. Y un vecino llegó a pie con una carretilla acarreando un colchón, y explicó: “He sabido lo que está pasando con esta gente y he decidido que quiero hacer algo por ellos antes de morirme, porque ya tengo 80 años”.
Las ONG esperan que la visita de los artistas dé visibilidad a un problema que cada vez parece ver menos gente en Francia. La polémica de las expulsiones ha bajado mucho de tono porque el Gobierno socialista evita atizar verbalmente la xenofobia, pero los datos indican que los desmantelamientos forzosos siguen aumentando.
Según la Asociación Europea para la Defensa de los Derechos Humanos (AEDH), que sigue desde hace años las demoliciones, 11.803 gitanos fueron desalojados en 2012. Y el 65% (7.594) lo fueron entre junio, fecha de la llegada al poder de los socialistas, y diciembre. En 2011, Guéant desalojó a 9.396 romaníes, y un año antes, cuando Sarkozy estigmatizó a los gitanos durante su célebre discurso de Grenoble, apenas a 3.300.
La industria de la “expulsión voluntaria” está engrasada desde que se fundó en 2006, y hay incluso autocares especiales dedicados a llevar a los romaníes expulsados hasta los aeropuertos, donde embarcan en vuelos chárter colectivos. Pero en París no es raro ver hoy a familias gitanas durmiendo en la calle, sobre todo Ópera y Bastilla. Cerca de la plaza dedicada a la Revolución está la Oficina de Inmigración e Integración que concede las “ayudas humanitarias para el retorno de ciudadanos europeos”.
Sin embargo, el dispositivo de repatriación parece estar sucumbiendo a sus paradojas: su éxito lo ha convertido en inoperante y demasiado costoso, porque muchos expulsados regresan por segunda vez. El gasto total en 2011 fue de 20,8 millones -9,4 millones para el transporte y 11,4 por la prima monetaria de 300 euros-. Con la crisis, Interior ha recortado el montante de las ayudas y, desde el 1 de febrero, la paga de 300 euros a los adultos pasa a ser de 50 euros. Para los niños, baja de 100 euros a 30.
Este cambio sugiere que las llegadas y expulsiones disminuirán. “El problema es que los que se quedan, como los de Ris-Orangis, no reciben ayuda para sus derechos básicos, una vivienda decente, atención médica y educación, porque Francia sigue sin recurrir a los fondos europeos de ayuda para los romaníes”, explica Sébastien Thiéry.
Aunque parezca mentira, la segunda economía de la zona euro, 65 millones de habitantes de todas las razas posibles, no encuentra la forma de acoger a unos cuantos miles de gitanos por año. El 21 de enero, el Comité Europeo de Derechos Sociales del Consejo de Europa condenó a París por “violaciones manifiestas” de los derechos de la minoría gitana. Las acusaciones no han suscitado la menor reacción del Gobierno, y tampoco de sus aliados de la izquierda radical. Solo protestan los ecologistas, socios del Gabinete, pero tan tímidamente que no rompen el consenso.
Valls, que dedicó tiempo y esfuerzo el pasado verano a justificar su política y explicó que se veía obligado a desalojar porque, según declaró a este diario, se lo pedían “los alcaldes de izquierda”, ya casi no necesita dar explicaciones. Los grandes medios apenas se ocupan del tema, la derecha no rechista, los sondeos —sigue siendo el ministro más popular— respaldan su “firmeza”, y los alcaldes copian su libreto.
Y así, los gitanos siguen siendo los indeseables oficiales, los únicos que parecen no tener hueco en la docta y humanista República francesa. Pese a todo, en Ris-Orangis, los niños, los adultos y los viejos supervivientes del Porraimos no han perdido la alegría ni las ganas de vivir. Aunque, desde luego, las fuerzas que están gastando hoy no las tendrán mañana.